martes, 5 de mayo de 2015



A  PESAR  DE  TODO


            ¿ Escribir, llamar o conversar personalmente? Espero haber elegido el camino correcto para comunicarme contigo.
No quiero ser indiscreta, pero entre los amigos se dice que tú y Lucrecia han decidido romper con el matrimonio que los unía por tantos años. Me cuesta creer que sea cierto. Prefiero preguntártelo a ti, porque como tú sabes, tu esposa no me habla desde aquella fiesta memorable en que tú y yo... Bueno, es mejor no remover cenizas tan antiguas.
Pero ¿es cierto que tú y Lucrecia se separaron después de veinticinco años de feliz matrimonio? ¿O no fue tan feliz como todos suponíamos?
Te diré que nunca estuve convencida de ese   casamiento. Tal vez yo era parte interesada. Eramos tan amigos, que ella apareció como una entrometida. Desde la primera vez que nos vimos no nos caímos bien. Se lo comentó a nuestros amigos: los tuyos y los míos. Los de ella no los conocí ni me interesaron. No sé si te diste cuenta  de que dejé de ir a las fiestas de ustedes, ya que las pocas veces que asistí, sus ojos me seguían como mi sombra y apenas nos veía juntos, se acercaba con cualquier pretexto. Me sentía como acorralada. No te lo comenté porque tú parecías muy contento con su presencia. Muchas veces pensé que te sentías aliviado.
Creo que ella fue la culpable de que nos alejáramos, después de ser tan unidos. Nuestros amigos dicen que estaba celosa. No tenía por qué. Nosotros nos conocíamos desde niños, jugábamos por la calles del barrio. ¿Te acuerdas?  Ese barrio que en las tardes olía a primavera. Tú eras el jefe y yo tu capitana mayor. Algo así como la cabeza y los brazos. Siempre juntos y muy de acuerdo en todo, lo que asombraba al resto de la pandilla. El me preguntaba siempre por ti y yo le decía que te veía poco, porque  tenías  mucho trabajo. ¿Era eso o es que Lucrecia no te dejaba volver a los lugares del pasado?
Si te decides ir al café, te encontrarás con algunas variaciones. Le cambiaron el color cobrizo por un azul intenso. Las mesas ya no están todas juntas, sino separadas por tabiques, “para darle mayor privacidad”, dice el nuevo dueño. Se llama Marcel y es de origen francés. Viajó especialmente a París a buscar las cortinas, una nueva vajilla y elegantes vasos de cristal.
El ambiente también ha cambiado. Ahora van personas adultas y muy pocos jóvenes. ¿Te acuerdas que en nuestro tiempo era al revés, pocos adultos en medio de una bulliciosa juventud?
La entrada no es por la avenida, sino por la calle lateral, por el norte. Eso permite que no te vea todo el mundo y así guardas tu anonimato.
Como no sé si puedes comunicarte conmigo, prefiero dejar acordada la cita para el próximo viernes. ¿Está bien a las siete de la tarde? Allí estaré, no faltes.
*
Reconozco que estuve muy callada la otra tarde. No sé qué me pasó. Creo que fue una mezcla de miedo, angustia y asombro.
Llegué mucho antes de la hora acordada. No habrás olvidado que siempre llegaba tarde a nuestros encuentros. Tú te ponías  furioso y me amenazabas con que la próxima vez te irías a los cinco minutos. Nunca lo hiciste y yo trataba de ser más puntual, sin lograrlo, claro.
Esta vez dejé el auto en el estacionamiento y me fui caminando hacia el café. Di varias vueltas alrededor  de esa manzana llena de recuerdos y nostalgia hasta que  decidí entrar. La mesa más alejada y solitaria me costó encontrarla. Había un gentío inusual. Parece que un grupo celebraba algo, porque gritaban y reían mientras chocaban sus vasos.
Sentí la misma sensación de aquella vez que fuimos al cine y nos sorprendió tu hermano mayor. Como si nos hubiera encontrado en algo indecoroso, cuando sólo recién me habías tomado la mano que soltaste de inmediato apenas lo viste. Isidro pasó de largo y nunca comentó el asunto. Nosotros no volvimos a ir al cine.
Sin embargo, el característico olor a café recién hecho, devolvió la tranquilidad a mi espíritu
-Tomaré lo de siempre –le dije al mozo- un café grande, bien cargado (para los nervios, pensé).
Era un cumpleaños el que celebraba el grupo bullanguero. Observé que traían un pastel con velas encendidas mientras cantaban “estas son las mañanitas”. Eran gente mayor y se veían realmente alegres. ¿Cómo hace la gente para llegar a esa edad tan jovial y contenta? Yo ya ni recuerdo la última vez que lo estuve. Sí, era feliz allá en el barrio contigo y con los amigos. Después algo me fue entristeciendo hasta convertirme en la vieja seriota que soy ahora, a la que se le olvidó reirse, aunque sea de sí misma.
Los  miré por mucho tiempo, hasta que uno de ellos me vio y me invitó a la mesa. Avergonzada, bajé la vista y volteé la cara. Imagino tu asombro al verme con un grupo de desconocidos, riendo como loca.
No sabía si contarte o no de mi vida desde  la última vez  que nos vimos en aquella fiesta que es mejor olvidar. No me atreví. Creo que vislumbré algo de compasión en tu mirada, aunque tú te quejaste de lo mismo.
Mi vida no tuvo nada de particular. Estudié, trabajé, me casé, tuve hijos, eso fue todo. Acabo de cumplir 54 años el mes pasado. Debes haber olvidado la fecha, el 15. Lo recordábamos, porque tú también cumplías el 15 de otro mes y otro año, por supuesto. Tratábamos de hacer las cosas importantes los 15 para que todo nos resultara bien, como ese viaje a la playa que organizamos con el grupo ¿recuerdas? Esa vez casi se nos ahoga Diana, la rubia etérea, muy bonita. Envuelta en una ola casi desaparece tragada por un embravecido mar. Desde entonces evitábamos hacer planes que tuvieran que ver con ese número.
No he tenido mala existencia, pero hay cierto grado de insatisfacción que no logro comprender. Es como si hubiera tomado el camino equivocado. ¿Has sentido alguna vez que todo lo que te ocurre no es lo tuyo, que estás viviendo por otra persona y otra está experimentando lo que tú quisieras? No sé en qué momento me separé de mi propio destino. Tenía la esperanza de que tú me ayudadaras. Siempre tuviste una capacidad especial para comprender a los demás, a pesar de tu juventud, pero esa tarde apenas pudimos hablar.
Ya había pasado mucho tiempo, me había tomado tres tazas de café, cuando decidí marcharme. Eran más de las 7 y creí que no vendrías, como aquella vez que me dejaste plantada, cuando lo único que  yo quería era felicitarte por tu matrimonio.
Al levantarme me encontré con un señor que me miraba con unos ojos penetrantess y una expresión de asombro indefinible.Volví a sentarme. Algo me dijo que eras tú.
*
No te lo pude explicar esa tarde, pero tu cara de asombro me indicó muchas cosas. No lo niegues, debes haber sentido lo mismo que yo: habíamos cambiado tanto que casi no nos reconocimos y lo peor es que no lo pudimos disimular.
Mi sorpresa tuvo que ver con el recuerdo que tenía de ti: alto, delgado, guapísimo, como decía mi amiga española cuando veía un hombre con rasgos atractivos y perturbadores.
-Te ves muy bien –mentiste- pero yo no pude decir nada, porque lo que veía era un hombre gordo, con la cara mofletuda, ojeroso y más bien bajo, no sé si por la gordura o por lo encorvado. Eramos casi de la misma edad y parecías un anciano de 80 años.
Aunque yo no estaba tan cambiada, tus ojos inquisidores te delataban. Me afectó tu actitud. Siempre me creí bonita y, aunque no fuera cierto, tú eras el primero en hacérmelo saber.
¿Por qué no pudimos sostener una conversación más o menos ‘normal’? ¿Fue el bullicio, el tiempo trascurrido o el no tener ya nada en común? Quería decirte tantas cosas, pero cada vez que lo intentaba, tú mirabas el reloj con disimulo y yo fingía no verte. Las palabras se me atragantaban y callaba.
En nuestra juventud éramos una pareja de parlanchines incorregibles. Los muchachos no entendían cómo podíamos estar horas hablando. ¿De qué? De todo. A estos les quedará corta la vida para ponerse al día –se burlaban.
La vida…sí…no nos alcanzó para nada, excepto para alejarnos y volvernos a encontrar como dos perfectos desconocidos. Porque en eso consistió nuestro reencuentro. Hablamos de asuntos banales y nos miramos con desconfianza. Cuando se acercó ese matrimonio amigo tuyo, vi en tus ojos una mirada de espanto, como si te hubieran sorprendido en algo pecaminoso, lo mismo que aquella vez en el cine. Ni siquiera nos presentaste, parecías avergonzado. Se veían gente amable y tú te comportaste  de un modo muy descortés. Tal vez querías que se fueran pronto y lo lograste, aunque desde lejos no nos quitaban la vista de encima. A lo mejor pensaron ser testigos de alguna escena romántica. Se equivocaron, semejábamos dos contendores a punto de agredirse.
Tampoco te interesaste por el lugar. Ni siquiera miraste a tu alrededor para observar los cambios. Lo único que comentaste fue que era ridícula la distribución de las mesas, que no parecía que estuviéramos en un café, sino en el coche-comedor de esos destartalados trenes que viajan entre los pueblos sureños. Tu aguda observación no correspondía a la realidad. Tampoco me atreví a presentarte a Marcel por temor a tus impertinencias.
 No pierdo las esperanzas que en nuestra próxima reunión-  porque nos veremos de nuevo ¿verdad?- podamos conversar realmente. Me gustaría saber de ti.
Creo que tal vez no fue buena la idea de vernos apenas te separaste. Te aseguro que  en los siguientes encuentros estaremos mucho más relajados.
A pesar de todo me dio gusto verte.

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